...Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en
esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré
describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la
lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad
de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.
Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y
cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las
plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse
brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen
entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las
abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman
un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan
sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con
suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor
cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las
aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya
inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...;
pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...;
una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban
hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda
ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos
de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había
visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía
clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
-¿Verdes?
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla!
Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces
que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos
de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la
fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis,
muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
Gustavo Adolfo Becquer
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